Jhasua Ante Sus Jueces

A las primeras horas de la mañana se hallaban reunidos en el Templo, en el recinto destinado a deliberaciones judiciales, treinta y dos miembros del Sanhedrín para juzgar los supuestos delitos del más grande espíritu que bajó a la tierra, de la encarnación del Verbo Divino, del Pensamiento Divino, del Hombre-Dios, enviado por el Eterno Amor, para encarrilar de nuevo la marcha de la humanidad hacia sus gloriosos destinos.

Cuando el alma se absorbe en la meditación de esta tremenda aberración humana, no sabe qué admirar más; si la inaudita audacia de un puñado de soberbios ignorantes, o la divina mansedumbre del Cristo encarnado que se sometía sin protestar, a ser juzgado como un malhechor, por aquellos hombres cargados de miserias, de iniquidades, de ruines vilezas, que de escribirlas todas, resultaría un repugnante catálogo de los vicios y perversiones más bajas a que puede descender el hombre.

Tales eran los jueces de Israel, ante quienes comparecía Jhasua de Nazareth, Ungido de Dios!.

Ahogando los gritos de protesta de nuestro corazón; ahogando también los justos razonamientos de la lógica y del más elemental sentido común, ante aquella estupenda manifestación de la soberbia y de la malicia humana, cuando la ambición del oro y del poder les ciega, escuchemos las acusaciones de los malvados, en contra del Profeta Nazareno.

Después de las preguntas reglamentarias sobre quién era, quiénes eran sus padres, dónde fue su nacimiento, etc., etc., el pontífice Caifás hizo una señal a uno de los presentes, llamado el Doctrinario que era el primer juez para los delitos, en contra de las leyes religiosas establecidas, como originarias de Moisés.
Y comenzó la acusación.

-Éste hombre ha curado enfermos en día sábado consagrado por la ley a Jehová y al descanso corporal. ¿Qué contesta el acusado?.

-Que las obras de misericordia ordenadas por Jehová a sus más amados Profetas, no pueden jamás significar profanación del día del Señor, sino una glorificación a su santo Nombre y a su Poder Supremo -contestó con gran serenidad el Maestro-. Entre vosotros está presente el honorable Rabí Hanán a quien curé en día sábado de la úlcera cancerosa que le roía su vientre, y él no protestó por ello. Hubo testigos de tal hecho que pueden ser citados ante este Tribunal. Fue en casa de la princesa Aholibama.

Esta declaración cayó como una bomba en el seno del Gran Consejo, y todos los ojos inquisidores se volvieron hacia el aludido, cuya confusión fue tal, que decía a gritos ser verdad lo que el acusado contestaba.

Como los rumores y comentarios subían de tono, el pontífice tocó la campanilla y el silencio se hizo de nuevo.

-Éste hombre ha dicho -continuó el acusador- que se destruya el Templo y que en tres días le reedifica.

-Defiéndete si puedes -gritó el pontífice.

-El hombre de bien cuya conciencia está de acuerdo con los Diez Mandamientos de la Ley Divina, puede hablar de su cuerpo físico, como de un santuario o templo que encierra el Ego o Alma, emanación directa del Supremo Creador. En tal sentido lo he dicho.

-¿Luego quieres decir -arguyó el Juez Doctrinario- que destruido tu cuerpo por la muerte, en tres día le resucitas?.

-Le saco del sepulcro, porque está en ley, que esta vestidura de carne no sea pasto de la corrupción -contestó el Maestro.

Aquí se armó otra baraúnda más ardiente que la primera. Los fariseos decían que el acusado era un saduceo sostenedor de la resurrección de los muertos.

Otros, que era un hebreo paganizado, que sostenía las teorías idólatras de Platón, Aristóteles y demás filósofos griegos. Otros que era de la escuela egipcia de Alejandría, y que iba a arrastrar al pueblo por caminos diferentes al trazado por Moisés.

Hanán, que era el más sagaz de todos aquellos hombres, comprendió que de seguir por ese camino no llegarían a una rápida conclusión y pidió la palabra al pontífice que era su yerno Caifás, y que se la concedió al punto.

-Es lamentable -dijo Hanán- que no lleguemos a entendernos respecto de este hombre, ante el cual se rebaja nuestra dignidad de Jueces, que no saben de qué delito le acusan.

«Seamos más precisos y categóricos en nuestro interrogatorio en forma que se vea obligado a decir la verdad respecto de su actuación en medio de nuestro pueblo.

«Hemos visto que este mismo pueblo le aclama como al Rey de Israel, como al Mesías Libertador anunciado por los Profetas. Que diga él mismo quién es, de quién recibió el poder de hacer las maravillas que hace, quién le autorizó para interpretar la Ley y enseñar al pueblo doctrinas nuevas, como es la igualdad de derechos para todos los hombres hasta el punto de proclamar que el esclavo es igual que su señor.

El Maestro sereno, impasible, miraba fijamente a Hanán que no pudo sostener su mirada… esa misma mirada que lo envolvió en una aura de piadosa ternura cuando le curó su incurable mal.

Cuando el alterado vocerío se acalló, habló el acusado:
-En vuestra asamblea de esta noche, resolvisteis condenarme por encima de todo razonamiento y de toda justicia. ¿Por qué perdéis el tiempo ahora en buscar apariencias de legalidad a un juicio contra toda justicia?.

«¿Acaso me oculté para decir todo cuanto he dicho hasta ahora?.

«¿Acaso me aparté de la Ley del Sinaí grabada por Moisés en dos tablas de piedra?.

«¿Enseñé acaso en desacuerdo con nuestros más grandes Profetas?.

«¿En nombre de quién hicieron Moisés y los Profetas las obra de bien que realizaron en beneficio de sus semejantes, sino en nombre de Dios Todopoderoso, que lleno de amor y de piedad para sus criaturas, lo hace desbordar de Sí Mismo cuando hay entre ellas un ser de buena voluntad que le sirva de intermediario?.

-Bien -dijo el pontífice-. Tus contestaciones son agudas y no eres pesado de lengua para darlas, pero esto se hace demasiado largo y no llevamos camino de terminar.

«Dinos de una vez por todas. ¿Eres tú el Hijo de Dios, el Mesías prometido a Israel por nuestros Profetas?.

«En nombre de Dios te conjuro a que nos digas la verdad.

El Maestro comprendió que la acusación llegaba al punto final buscado para condenarle, y con una dulce tranquilidad que sólo él podía sentir ante el cinismo de sus jueces contestó:
-¡Tú lo has dicho!. ¡Yo soy!.

A estas solas palabras, expresión de la más pura verdad, aquellos viejos rabiosos, como energúmenos, enfurecidos, comenzaron a mesarse los cabellos, a gritar, a rasgarse las vestiduras y tirar los turbantes y las mitras, según era costumbre cuando alguien se permitía una horrible blasfemia en su presencia.

-¡Ha blasfemado!… ha blasfemado contra Dios y mentido como un vil impostor, erigiéndose en Mesías Ungido del Altísimo, cuando no es más que un amigo de Satanás, que hace por su intermedio obras de magia para embaucar a las multitudes.

-¡Reo es de muerte según nuestra ley! -gritaban varios a la vez.

-No podemos matarle sin el consentimiento del Procurador -dijo uno de los jueces-. Hasta ese derecho nos ha sido usurpado por el invasor.

-Según la costumbre establecida desde la invasión romana, el Sanhedrín puede someter sus reos a la pena de la flagelación.

-Que se cumpla en este audaz blasfemo, Jhasua de Nazareth -rugió el pontífice.

Y dos hercúleos sayones entraron en el recinto y tomando al Maestro por los brazos lo sacaron a una galería interior, donde había una docena de postes de piedra con gruesas argollas de hierro, a uno de los cuales le ataron fuertemente.

Y uno de aquellos verdugos comenzó a asestar golpes sobre aquella blanca espalda, que apareció listada de cárdeno.

Longhinos, que al entrar al prisionero siguió espiando desde la Torre Antonia, cuando llegó ese momento, avisó al Procurador Pilatos que escribía en su despacho del pretorio. Unido como estaba el Templo a la Fortaleza por la galería de Herodes, pronto estuvo en el recinto del Sanhedrín con Longhinos y otros soldados.

-¡Alto ahí! -gritó al sayón que azotaba al Maestro-, que si atormentáis a este hombre justo, os mando a todos al calabozo engrillados de pies y manos. ¡Harto estoy de todos vosotros y de vuestros crímenes en la sombra!.

Mandó a Longhinos que desatara al preso y le condujeran de nuevo a su primera prisión de la Torre Antonia.

Con dos golpes de espada, cortó el Centurión las cuerdas que ataban al Maestro a la columna, y le vistió apresuradamente sus ropas que habían sido arrojadas al pavimento.

Se apercibió de que el cuerpo del prisionero se estremecía como en un convulsivo temblor, y que una palidez de muerte cubría su hermosa faz.

Temió que iba a desvanecerse y mandó a dos de sus soldados que formaran silla de manos con sus brazos fornidos, y así le llevaron de nuevo a la prisión de la Torre.

El Maestro parecía haber perdido el uso de la palabra, pues se encerró en un mutismo del que nada ni nadie conseguía sacarle.

Diríase que si su cuerpo físico estaba aún en la tierra, su radiante alma de Hijo de Dios se cernía en las alturas de su Reino inmortal.

Su mirada no se fijaba en punto alguno determinado, sino que parecía vagar incierta más allá del horizonte que le rodeaba.

Pilatos había regresado a su despacho del pretorio cuando le llegó un pergamino de Claudia, su esposa, que decía:
«Guárdate de intervenir en la muerte del Profeta Nazareno porque en sueños he visto tu desgracia y la mía por causa de este delito que los sacerdotes quieren cargar sobre ti. Los dioses nos son propicios dándonos este aviso. No traspases su mandato porque seremos duramente castigados». – Claudia.

Terminaba el Procurador la lectura de este mensaje de su mujer cuando comenzó una gritería frente al pretorio que parecían aullidos de lobos o rugidos de una jauría rabiosa.

El Sanhedrín había sacado a la escena su último recurso: Los doscientos malhechores penados, comprados a Herodes para este momento, más los esclavos y servidumbre de las grandes familias sacerdotales que entre todos sumaban unos seiscientos hombres.

Con los puños levantados en alto y con inaudita furia vociferaban a todo lo que daban sus pulmones, pidiendo la muerte para el embaucador que había osado proclamarse Mesías, Rey de Israel.

El Procurador mandó cerrar todas las puertas de la fortaleza y una doble fila de guardias fue estacionada en la balaustrada del pretorio. Y mandó traer el prisionero a su presencia.

Pilatos no le había visto nunca de cerca, sino a cierta distancia el día de su entrada triunfal en Jerusalén. Ahora le veía en su despacho a dos pasos de él.

-Esto no es un juicio -le dijo- sino una conversación entre dos hombres que pueden entenderse.

«¿Qué tienen los hombres del Templo en contra tuya, Profeta de tu Dios?. Siéntate y hablemos.

Como el Maestro continuaba en silencio, el Procurador añadió:
-¿No quieres hablarme?. ¡Mira que yo puedo salvarte la vida!.

-Tú no puedes prolongar mi vida ni un día más -le dijo el Maestro.

-¿Por qué?. El derecho de vida o muerte lo he recibido del Cesar para toda la Palestina. Y ¿dices que no puedo prolongar ni un día más tu vida?.

-Porque es mi hora y hoy moriré -contestó otra vez el Maestro.

-¿Entonces eres fatalista?. ¿Dices que vas a morir hoy y estás cierto de que será?.

-Tú lo has dicho: hoy moriré antes de que el sol se ponga.

-No has contestado a mi primera pregunta: ¿Por qué té odian los hombres del Templo?.

-Porque soy una acusación permanente para su doctrina y para sus obras.

-Y ¿por qué te empeñas en servir de acusador contra de ellos?. ¿No te valdría más dejarles hacer como les dé la gana?.

-¡No puedo!… . Yo he venido a traer la Verdad a la humanidad de la tierra, y debo decir la verdad aún a costa de mi vida, y hasta el último aliento de esta vida.

-¿Y qué cosa es la Verdad que te cuesta la vida?. Porque muchos hombres hubo que enseñaron la Verdad y no por eso fueron ajusticiados.

El Maestro movió la cabeza negativamente.

-¡Te equivocas, ilustre ciudadano romano!. Difícilmente se encontrará un hombre que se atreva a desenmascarar a los poderosos de la tierra, y que muera tranquilo sobre su lecho.

-¡Algo de razón tienes, Profeta!. Pero dime, ¿qué Verdad es esa que tanto enoja al Sanhedrín judío?.

-Viven del robo y del engaño, del despojo al pueblo ignorante de la Ley Divina, al amparo de la cual cometen las mayores iniquidades y se hacen venerar como justos, que son ejemplo y luz para los servidores de Dios.

¡No pueden perdonarme!… . ¡No me perdonarán nunca que les haya paralizado su carrera de latrocinio, de mentira y de hipocresía y que les haya destruido su grandeza, para siempre!.

-¿Cómo para siempre, buen Profeta?. Tú vas a morir hoy, según aseguras, y ellos continuarán cargados de oro su vida de magnates de una corte oriental.

-¡Tú lo crees así, pero no es así!. Ellos me quitan la vida, pero la Justicia de mi Padre les borra de los vivos para inmensas edades y les anula en el concierto de los pueblos solidarios y hermanos para los siglos que faltan hasta el final de los tiempos. ¡Ningún suelo será su patria!.

«¡Perseguidos y errantes, el odio les seguirá a todas partes, hasta que llegue la hora de las divinas compensaciones para los justos, y la separación de los malvados.

«El que tuvo la luz en su mano y no quiso verla, es justo que se quede en tinieblas. Tal es la Verdad y la Justicia de Dios.

-¡Profeta! -le dijo Pilatos-. Confieso que no entiendo este lenguaje tuyo, pero sí veo claro que no hay delito ninguno en ti.

«¡A fe mía, que no morirás hoy!. -Y el Procurador dio un golpe con su mano en la mesa.

-¡Oye allá afuera!… . Te acusan de enemigo del Cesar, y te amenazan con hacerte caer como ha caído Seyano el Ministro favorito que hoy es condenado a muerte -díjole el Maestro.

Pilatos enfurecido al oír los desaforados gritos contra él, abrió un ventanal y dio órdenes de cargar contra la multitud.

La turba de malhechores, acobardada iba a desbandarse, pero a su espalda estaban los agentes del Sanhedrín, que les amenazaban con volverlos de nuevo a los calabozos de donde les habían sacado, y sin cobrar un denario del dinero prometido.

Les convenía seguir pidiendo a gritos la muerte del justo al cual no conocían, ni habían recibido de él daño ninguno. Pero ¡era tan dura y terrible la vida del calabozo en que estuvieron sepultados vivos y para toda la vida, que al hacer la comparación, no podían dudar!. Y seguían vociferando a la vez que se esquivaban de los golpes de los guardias montados, que les arremetían con sus caballos.

El Sanhedrín ponía en acción la técnica usada, en todos los tiempos por los hombres a quienes domina la ambición del oro y del poder: levantar la hez del populacho inconsciente y embrutecido por los vicios, en contra de las causas nobles y de los hombres justos, cuya rectitud les resulta como un espejo en el cual ven retratada de cuerpo entero, su monstruosa fealdad moral.

El procedimiento de esos poderosos magnates del Templo, no era pues nuevo, sino simplemente una copia de la forma empleada por la teocracia gubernativa de todos los tiempos, y de todos los países regidos por la arbitrariedad, el egoísmo más refinado y la más completa mala fe.

ARPAS ETERNAS III

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