Quintus Arrius (hijo)

En ese momento apareció en el primer ángulo de una calle transversal el príncipe Judá, que con su lujoso traje de primer oficial de la gloriosa «Itálica» y a todo el correr de su caballo negro retinto, avanzó por entre el populacho como un torbellino, atropellando a unos y otros y dejando tendidos a los que alcanzó el empellón irresistible de su corcel.

Sin desmontarse, entró a la vasta plaza y dio un grito que resonó en todas las bóvedas de la Torre Antonia y del Templo.

-¡Por Roma y por el Cesar!. ¡A las órdenes del Procurador Romano, para hacer trizas a esta canalla!. ¡A las armas!… .

Los cuatro primeros oficiales de una Legión romana, eran Tribunos Militares o sea un grado muy superior a los Centuriones, por lo cual toda la guarnición debía obedecerle.

Pilatos había oído el grito formidable y salió a un balcón.

Judá le vio y le saludó con su espada, al mismo tiempo que decía:
-¡Quintus Arrius (hijo)!. ¡Viva el Cesar!. Un poderoso viva de toda la guarnición de la Torre, resonó como el eco de una tempestad.

La turba de malhechores se había corrido a lo largo de la calle y los agentes del Sanhedrín no sabían que partido tomar.

Las terrazas del Templo estaban desiertas y las puertas herméticamente cerradas. Los ancianos jueces del Sanhedrín no creyeron prudente asomar la nariz en aquellos críticos momentos.

Ellos oraban en la sombra, resguardados por la fuerza del oro y de aquella horda de piratas, que habían soltado a las calles de Jerusalén como jauría rabiosa para apresar un cordero… .

A la silenciosa prisión del augusto Mártir llegó también el grito formidable del príncipe Judá y le reconoció en el acto. Su corazón se estrujó como una flor marchita ante la noble fidelidad y amor de su amigo que no se resignaba a verle morir.

Conociéndole como bien le conocía el Maestro, comprendió que Judá no cejaría en su empeño, y que podía llevar las cosas a una violencia tal, que hubiera que lamentar después consecuencias fatales.

Estando libre de ligaduras, el Maestro se acercó a la puerta y llamó.

El viejo conserje acudió.

-Aunque te parezca extraño -le dijo- sólo yo puedo impedir que la revuelta llegue a mayor grado. Haz el favor de llamar al Procurador, o llévame ante él.

El conserje que temblaba de miedo por el furor del populacho y porque dos hijos suyos estaban entre la guarnición, corrió al despacho del Procurador y le avisó lo que ocurría.

Pilatos que tampoco estaba tranquilo, acudió al llamado.

-Profeta -le dijo- eres un gran personaje cuando así pones tan contrarias fuerzas en movimiento.

El Maestro tuvo ánimo para sonreírle al mismo tiempo que le decía:
-Si me permites hablar con Quintus Arrius (hijo) toda esta tormenta se calmará.
-Pero ¿tú le conoces? -preguntó Pilatos.
-Desde hace muchos años -contestó el Maestro.

Un momento después el príncipe Judá se abrazaba del cuello del Maestro, y toda su bravura de soldado se resolvía en un sollozo contenido y en dos lágrimas asomadas a sus ojos y que él no dejaba correr.

-¡Judá amigo mío!… -le dijo el Maestro con su voz más dulce que parecía un arrullo-: «tú me amas, ¿no es verdad?».

Judá ya no pudo contenerse y doblando una rodilla en tierra besaba una y mil veces la diestra del Ungido y le decía con su voz entrecortada por la emoción:
-¿Y me lo preguntas, Jhasua, mi Rey de Israel, el Mesías Ungido del Altísimo… mi sueño de liberación y de gloria para el suelo que me vio nacer… . ¿No comprendes Jhasua que destruyes mis ideales, que matas todas mis ilusiones, que reduces a la nada mis esfuerzos y mis trabajos de diez años atrás?. ¿No comprendes que me dejas convertido en un harapo, en un ente sin voluntad, reducido poco más que a una bestia que come, bebe y duerme, sin un pensamiento de hombre que merezca la vida?… .

El Maestro enternecido hasta lo sumo, se inclinó sobre la cabeza de Judá para dejar sobre aquella frente pálida y sudorosa el último beso de sus labios que también temblaban al decirle:
-Yo sé que me has amado mucho y que me seguirás amando aún cuando tus ojos no me vean más como hombre. No quieras oponerte a la Voluntad de mi Padre porque perderás en la lucha. Mi hora está señalada antes de la puesta del sol.

«¡Déjame morir feliz, Judá mío!… ¡feliz de sentirme amado por almas como la tuya; feliz de saber que seguiré viviendo en un puñado de corazones que comprendieron mis ideales divinos de amor, de paz, de fraternidad entre todos los hombres de la tierra!. Y que en esos corazones ha fructificado al mil por uno la divina simiente que sembré en este mundo y que vosotros que me habéis amado, llevaréis por todos los continentes y por todos los países. ¡He ahí, Judá, amigo mío, la más grande prueba de amor que quiero de ti!.

«Te debes a tu esposa y a tus hijos. ¿Te acuerdas?… .

«De haber venido yo a ser un hombre como todos, Nebai hubiera sido para mí la compañera ideal. Yo mismo la acerqué a ti un día hace doce años, allá bajo un rosal blanco en un jardín de Antioquía… . ¡Y ahora la olvidas para enredarte en una lucha armada de la cual no saldrías con vida y sin conseguir prolongar mi vida!. ¿No ves que es una insensatez la tuya al obrar así?.

«¡Déjame entrar al Reino glorioso de mi Padre que me espera para coronarme!. ¡Hacerme claudicar de mi supremo deber Judá, no es ciertamente la prueba de amor que esperaba de ti!. Por unos años más de vida terrestre, por una gloria efímera y pasajera ¿quieres que cambie la gloria inmarcesible de Mensajero de Dios, de Hijo de Dios, de príncipe heredero en su Reino Inmortal?…

Judá que aun permanecía con una rodilla en tierra, inclinó su frente vencida sobre la mano de Jhasua que recibió las últimas lágrimas del hijo de Ithamar.

-¡Te he comprendido por fin Jhasua, Hijo de Dios!… -dijo Judá levantándose-. ¡Que el Altísimo sea tu compensación y tu corona!.

«¡Adiós para siempre!…».

El Maestro le abrió los brazos.

-¡Adiós para siempre, no!, ¡jamás, nunca!, ¡porque el Hijo de Dios vivirá como Él, en el aire que respiras, en el agua que bebes, en el pan que te sustenta!.

«¡Hasta luego Judá amigo mío!… ¡hasta siempre!… ¡unidos en la vida, en la muerte y más allá de la muerte!.

«¡Que la paz sea contigo y con los tuyos!».

¡El Maestro se desprendió de aquellos brazos de hierro que le estrechaban, y el príncipe Judá salió como un fantasma que arrastrara el huracán!… .

-Se empeña en morir hoy, antes de la puesta del sol -le dijo a Pilatos cuando le vio de nuevo.

-Pues yo también soy duro de cerviz y no le condenaré -dijo- porque un ciudadano romano, no es un vulgar asesino que manda matar un hombre sin delito alguno.

-Que tus dioses te sean propicios dijo Judá-. Si me lo permites, me quedaré entre la guarnición, pero no como primer oficial de la Itálica sino como un simple soldado, pues que no estoy en servicio activo. Quiero ver de cerca cómo se desarrollan los acontecimientos.

-Bien; te haré dar un uniforme de Centurión y mandarás la centuria que viene ya de la Ciudadela hacia aquí. Estos ruines judíos nos darán guerra hasta el final.

ARPAS ETERNAS III

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